Aldous Huxley. "Los demonios de Loudun"

El ególatra no cultivado sólo desea aquello que desea. Dadle una educación religiosa y le parecerá evidente, se le hará axiomático que lo que "él" desea es lo que Dios desea, que "su" causa es la causa de lo que él entiende como Iglesia verdadera, y que un compromiso cualquiera es un Munich metafísico, un apaciguamiento del demonio.

Ponte de acuerdo con tu adversario mientras vayas con él por el camino.

Aunque se esfuerce en volcar todos sus propósitos y sus recursos con intención de proclamar la verdad, el orador aplaudido resulta ipso facto un embustero. Y cuanto más aplaudidos son los oradores,. tenemos que decir que tanto menos dispuestos se hallan a decir la verdad, pues en tales casos de éxito y de aplauso, de lo único que se preocupan es de suscitar la simpatía de sus amigos y la animadversión de sus adversarios.

Para un hombre inteligente, nada más fácil que encontrar argumentos que le convenzan que hace lo que debe cuando está haciendo lo que quiere.

Para las dos mil o tres mil personas -como máximo- que contaban con recursos suficientes para plantear un pleito o solicitar el asesoramiento legal de algún profesional, había en Loudun no menos de veinte abogados, dieciocho procuradores, dieciocho alguaciles y ocho notarios.


Y si nos preguntan si el demonio es por sí mismo más capaz de ofender y dañar a los hombres y criaturas en general que a través de un hechicero, se puede contestar que no hay comparación entre una posibilidad y la otra, pues es infinitamente  más apto para inferir agravio o daño valiéndose de las artimañas de los brujos. En primer lugar, porque de ese modo ocasiona mayor ofensa contra Dios usurpando, en beneficio propio, a una criatura dedicada a Dios. En segundo, porque cuando Dios es el más ofendido, Dios mismo le permite el mayor poder para injuriar a los hombres. Y en tercero, por su propio bien, que él aprovecha para perdición de las almas.

A lo largo de la Edad Media y en los primeros tiempos dela moderna, dentro del ámbito cristiano, la situación de los hechiceros y sus clientes era análogo a la de los judíos bajo el dominio de Hitler, de los disidentes bajo el imperio de Stalin o de los comunistas y sus compañeros en los Estados Unidos. Todos ellos eran considerados como agentes de un poder extranjero, antipatriotas, en el mejor de los casos; traidores, herejes y enemigos del pueblo, en el peor. La muerte era la pena reservada a los Quislings metafísicos del pasado; y, en la mayor parte del mundo contemporáneo, la muerte es la pena que espera a los políticos y seculares adoradores del demonio, conocidos aquí como rojos, y allá como reaccionarios.

Pero echando la vista atrás, desde nuestra privilegiada posición, sobre la trayectoria descendente de la historia moderna, nos damos cuenta que los infortunios de tipo religioso pueden prosperar sin necesidad de creencia alguna en lo sobrenatural; de que los materialistas convencidos se hallan predispuestos a dorar sus propias concepciones como si fueran lo definitivo y absoluto, y que aquéllos que se denominan a sí mismos humanistas son capaces de perseguir a sus adversarios con el mismo encono con que los inquisidores exterminaron a los devotos de un personal y trascendente Satanás. (...) Cuando tratan de justificar sus teorías las transforman en dogmas, a sus estatutos en primeros principios, a sus santones políticos en dioses, y a todos aquellos que no coinciden o se oponen a ,sus puntos de vista los consideran como a demonios de carne y hueso. Esta transformación idolátrica de lo relativo en lo absoluto, de lo humano en lo divino, les permite halagar sus peores pasiones con clara conciencia de sus actos y en la certeza de que trabajan por el verdadero Dios Supremo. Y cuando aparecen las creencias de tipo corriente se inventa una nueva postura, pues las manías pertenecen a todos las épocas y pueden continuar manifestando su conocida máscara de legalidad, de idealismo y de verdadera religión.


La historia del espiritualismo no pone de manifiesto que el fraude, especialmente el fraude piadoso, es perfectamente compatible con la fe.

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