Rafael Alberti: "La arboleda perdida"

¡Triste descenso de los astros, de ciertas lumbres que creíamos estrellas, bajadas hoy vertiginosamente a la boca de los retretes, desapareciendo al fin, entre barboteos de agua y golpes de cadenas, en los más merecidos pozos negros.

Gabriel García Márquez: "Cien años de soledad"

Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos muerto de muerte natural. Ya ve que todavía no tenemos cementerio.

Los liberales -le decía- eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, y de despedazar al país en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema. Los conservadores, en cambio, que habían recibido el poder directamente de Dios, propugnaban por la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad, y no estaban dispuestos a permitir que el país fuera descuartizado en entidades autónomas.

   - ¿Es que uno se puede casar con una tía? -preguntó él, asombrado.
   - No sólo se puede -le contestó un soldado-, sino que estamos haciendo esta guerra contra los curas para que uno se pueda casar con su propia madre.

   - Qué raros son los hombres... se pasan la vida peleando contra los curas y regalan libros de oraciones.

   - Es la primera vez que oigo la palabra jubileo -decía-. Pero cualquier cosa que quiera decir, no puede ser sino una burla.

   - Ahí viene (...) un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo.
   En ese momento la población fue estremecida por un silbato de resonancias pavorosas y una descomunal respiración acezante. Las semanas precedentes se había visto a las cuadrillas que tendieron durmientes y rieles, y nadie les prestó atención porque pensaron que era un nuevo artificio de los gitanos que volvían con su centenario y desprestigiado dale que dale de pitos y sonajas pregonando las excelencias de quién iba a saber qué pendejo menjunje de jarapellinosos genios jerosolimitanos.

   - Miren la vaina que nos hemos buscado -solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía-, no más por invitar un gringo a comer guineo.

   - Nosotros venimos -dijeron- porque todo el mundo viene.

   - Está muy triste -contestó Úrsula- porque cree que te vas a morir.
   - Dígale -sonrió el coronel- que uno no se muere cuando debe, sino cuando puede.

Así que empezó el segundo pescadito del día. Estaba engarzando la cola cuando el sol salió con tanta fuerza que la claridad crujió como un balandro.

Sin embargo el mal augurio no alteró su solemnidad. Hizo la jugada que tenía prevista y no erró la carambola. Poco después, las descargas de redoblante, los ladridos del clarín, los gritos y el tropel de la gente, le indicaron que no sólo la partida de billar sino la callada y solitaria partida que jugaba consigo mismo desde la madrugada de la ejecución, habían por fin terminado. Entonces se asomó a la calle y los vio. Eran tres regimientos cuya marcha pautada por tambor de galeotes hacía trepidar la tierra. Su resuello de dragón multicéfalo impregnó de un vapor pestilente la claridad del mediodía. Eran pequeños, macizos, brutos. Sudaban de sudor de caballo, y tenían un olor de carnaza macerada por el sol, y la impavidez taciturna e impenetrable de los hombres del páramo. Aunque tardaron más de una hora en pasar, hubiera podido pensarse que eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos eran idénticos, hijos de la misma madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de los morrales y las cantimploras, y la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas, y el incordio de la obediencia ciega y el sentido del honor.

No entendía que hubiera necesitado tantas palabras para explicar lo que sentía en la guerra, si con una sola bastaba: miedo.

... y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de no haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel Aureliano Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento de preguntar con su mala bilis de masón de dónde había merecido ese privilegio, si era que ella no cagaba mierda, sino astromelias, imagínese, con esas palabras,...

Ambos evocaban entonces como un estorbo las parrandas desatinadas, la riqueza aparatosa y la fornicación sin frenos, y se lamentaban de cuánta vida les había costado encontrar el paraíso de la soledad compartida.

Su secreto parecía consistir en que siempre encontraba el modo de estar ocupada, revolviendo problemas domésticos que ella misma creaba y haciendo mal ciertas cosas que  corregía al día siguiente, con una diligencia perniciosa que habría hecho pensar a Fernanda en el vicio hereditario de hacer para deshacer.

... y él ni siquiera tomó aliento para explicar que las cucarachas, el insecto alado más antiguo sobre la tierra, era ya la víctima favorita de los chancletazos en el Antiguo Testamento, pero como especie era definitivamente refractaria a cualquier método de exterminio, desde las rebanadas de tomate con bórax hasta la harina con azúcar, pues sus mil seiscientas tres variedades habían resistido a la más remota, tenaz y despiadada persecución que el hombre había desatado desde sus orígenes contra ser viviente alguno, incluido el propio hombre, hasta el extremo de que así como se atribuía al género humano un instinto de reproducción, debía atribuírsele otro más definido y apremiante, que era el instinto de matar cucarachas, y que si éstas habían logrado escapar a la ferocidad humana era porque se habían refugiado en las tinieblas, donde se hicieron invulnerables por el miedo congénito del hombre a la oscuridad, pero en cambio se hicieron susceptibles al esplendor del mediodía, de modo que ya e la Edad Media, en la actualidad y por los siglos de los siglos, el único método eficaz para matar cucarachas era el deslumbramiento solar.

No se le había ocurrido pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente...

Había de transcurrir algún tiempo antes de que Aureliano se diera cuenta de que tanta arbitrariedad tenía origen en el ejemplo del sabio catalán, para quien la sabiduría no valía la pena si no era posible servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los garbanzos.

El mundo habrá acabado de joderse -dijo entonces- el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga.

   - Collons -maldecía-. Me cago en el canon veintisiete del sínodo de Londres.

El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas.

... y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.