Como en todos los días de corrida, Juan Gallardo almorzó temprano. Un pedazo de carne asada fue su único plato. Vino, ni probarlo; la botella permaneció intacta ante él. Había que conservarse sereno. Bebió dos tazas de café negro y espeso, encendió un cigarro enorme, quedando con los codos en la mesa y la mandíbula apoyada en las manos, mirando con los ojos soñolientos a los huéspedes que, poco a poco, ocupaban el comedor.
¡Pobre toro! ¡Pobre espada!... De pronto, el circo, rumoroso, lanzó un alarido saludando la continuación del espectáculo. El Nacional cerró los ojos y apretó los puños. Rugia la fiera: la verdadera, la única.
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